miércoles, 25 de octubre de 2017

La Revolución Rusa


León Trotsky en Prinkipo


Hermosillo, Sonora a 25 de octubre de 2017.

Lev Davídovich Bronstein, Trotsky, (1879-1940), político y revolucionario ruso, su participación fue clave para el triunfo de la Revolución Rusa de 1917. Como presidente del Soviet de Petrogrado, fue el responsable de la movilización que llevó al poder a los bolcheviques.
Durante el gobierno socialista, ocupó los cargos de primer Presidente del Soviet Militar Revolucionario, Comisario del Pueblo para la Guerra y Comisario del Pueblo para las Relaciones Exteriores. A él se debe la creación del Ejército Rojo, para consolidar el poder soviético y enfrentar la amenaza de los contrarrevolucionarios blancos y de diversas naciones extranjeras.
Tras su exilio de la Unión Soviética, fundó la Cuarta Internacional, representante de la izquierda revolucionaria y crítico de la dictadura Staliniana, su planteamientos políticos e ideológicos se desprenden de su teoría de la revolución permanente.
Dentro de su prolija producción intelectual, destaca su Historia de la Revolución Rusa, publicada en dos tomos entre 1929 y 1932, durante en su exilio en Prinkipo (Isla de Büyükada) en Turquía. Precisamente, de esta obra se recupera el Prólogo al Tomo I, donde Trotsky reflexiona de las condiciones en que se dio la Revolución bolchevique y las consecuencias de este hecho histórico mundial. En el Centenario de la Revolución es significativo recordar este momento de la humanidad con las palabras de uno de sus principales protagonistas.

Se recupera el prólogo de la edición colectiva del Instituto del Pensamiento Socialista Karl Marx, el Centro de Estudios, Investigaciones y Publicaciones "León Trotsky" y el Museo Casa de León Trotsky de 2017.



León Trotsky. 1920


HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN RUSA

Prólogo

En los dos primeros meses del año 1917 reinaba todavía en Rusia la dinastía de los Romanov. Ocho meses después estaban ya en el timón los bolcheviques, un partido ignorado por casi todo el mundo a principios de año y cuyos dirigentes, en el momento mismo de subir al poder, se hallaban aún acusados de alta traición. La historia no registra otro cambio de frente tan radical, sobre todo si se tiene en cuenta que estamos ante una nación de ciento cincuenta millones de habitantes. Es evidente que los acontecimientos de 1917, sea cual fuere el juicio que merezcan, son dignos de ser investigados. 
La historia de la revolución, como toda historia, debe, ante todo, relatar los hechos y su desarrollo. Pero esto no basta. Es menester que del relato se desprenda con claridad por qué las cosas sucedieron de ese modo y no de otro. Los sucesos históricos no pueden considerarse como una cadena de aventuras ocurridas al azar ni engarzarse en el hilo de una moral preconcebida, sino que deben someterse al criterio de las leyes que los gobiernan. El autor del presente libro entiende que su misión consiste precisamente en sacar a la luz esas leyes. 
El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, estas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos lo brinda su desarrollo objetivo. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.

León Trotsky. Mayo de 1917. Arribo a Petrogrado

Cuando en una sociedad estalla la revolución, luchan unas clases contra otras y, sin embargo, es evidente que, para explicar el curso de la propia revolución, que en unos pocos meses derriba instituciones seculares y crea otras nuevas para volver enseguida a derrumbarlas, no son suficientes los cambios que ocurren en las bases económicas de la sociedad y en el sustrato social de las clases entre su comienzo y su fin. 
La dinámica de los acontecimientos revolucionarios se halla directamente determinada por los rápidos, tensos y violentos cambios que sufre la psicología de las clases formadas antes de la revolución. 
La sociedad no cambia nunca sus instituciones a medida que lo necesita, como un operario cambia sus herramientas. Por el contrario, acepta como algo definitivo las instituciones a las que se encuentra sometida. Durante décadas la oposición crítica no es más que una válvula de seguridad para dar salida al descontento de las masas y una condición que garantiza la estabilidad del régimen social dominante; es, por ejemplo, la significación que tiene hoy la oposición socialdemócrata en ciertos países. Para arrancar del descontento las trabas del conservadurismo y llevar a las masas a la insurrección, se necesitan condiciones excepcionales, independientes de la voluntad de las personas y de los partidos. 
Por tanto, esos cambios rápidos que experimentan las ideas y el estado de ánimo de las masas en las épocas revolucionarias no son producto de la elasticidad y movilidad de la psiquis humana, sino al revés, de su profundo conservadurismo. El atraso crónico en que se hallan las ideas y relaciones humanas con respecto a las nuevas condiciones objetivas, hasta el momento mismo en que estas se desploman catastróficamente, por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los períodos revolucionarios engendra ese movimiento exaltado de las ideas y las pasiones que a las mentalidades policiacas se les antoja fruto puro y simple de la actuación de los “demagogos”. Las masas no van a la revolución con un plan preconcebido de la sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja. Solo el sector dirigente de cada clase tiene un programa político, programa que, sin embargo, necesita todavía ser sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las masas. El proceso político fundamental de una revolución consiste precisamente en que esa clase perciba los objetivos que se desprenden de la crisis social en que las masas se orientan de un modo activo por el método de las aproximaciones sucesivas. Las distintas etapas del proceso revolucionario, consolidadas por el desplazamiento de unos partidos por otros cada vez más extremos, señalan la presión creciente de las masas hacia la izquierda, hasta que el impulso adquirido por el movimiento tropieza con obstáculos objetivos. Entonces comienza la reacción: decepción de ciertos sectores de la clase revolucionaria, difusión de la indiferencia y consiguiente consolidación de las posiciones adquiridas por las fuerzas contrarrevolucionarias. Tal es, al menos, el esquema de las revoluciones tradicionales.

León Trotsky. 1920. Comandante del Ejército Rojo

Solo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los líderes que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy importante, de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor. 
Son evidentes las dificultades con que tropieza quien quiere estudiar los cambios experimentados por la conciencia de las masas en épocas de revolución. Las clases oprimidas crean la historia en las fábricas, en los cuarteles, en los campos, en las calles de la ciudad. Pero no acostumbran a ponerla por escrito. Los períodos de tensión máxima de las pasiones sociales dejan, en general, poco margen para la contemplación y el relato. Mientras dura la revolución, todas las musas, incluso esa musa plebeya del periodismo, tan robusta, la pasan mal. A pesar de esto, la situación del historiador no es desesperada, ni mucho menos. Los apuntes escritos son incompletos, andan sueltos y desperdigados. Pero, puestos a la luz de los acontecimientos, estos testimonios fragmentarios permiten muchas veces adivinar la dirección y el ritmo del proceso histórico. Mal o bien, los partidos revolucionarios fundan su técnica en la observación de los cambios experimentados por la conciencia de las masas. La senda histórica del bolchevismo demuestra que esta observación, al menos en sus rasgos más salientes, es perfectamente factible. ¿Por qué lo accesible al político revolucionario en el torbellino de la lucha no ha de serlo también retrospectivamente al historiador? 
Sin embargo, los procesos que se desarrollan en la conciencia de las masas no son nunca autónomos ni independientes. Pese a los idealistas y a los eclécticos, la conciencia se halla determinada por la existencia. Los supuestos sobre los que surgen la Revolución de Febrero y su suplantación por la de Octubre tienen necesariamente que estar determinados por las condiciones históricas en que se formó Rusia, por su economía, sus clases, su Estado, por las influencias ejercidas sobre ella por otros países. Y cuanto más enigmático nos parezca el hecho de que un país atrasado fuera el primero en elevar al poder al proletariado, más tenemos que buscar la explicación de este hecho en las características de ese país, o sea en lo que lo diferencia de los demás.

V. I. Lenin y León Trotsky. 1921. Con soldados en Petrogrado

En los primeros capítulos del presente libro esbozamos en forma rápida la evolución de la sociedad rusa y de sus fuerzas intrínsecas, acusando de este modo las peculiaridades históricas de Rusia y su peso específico. Confiamos en que el esquematismo de esas páginas no asustará al lector. Más adelante, conforme siga leyendo, verá a esas mismas fuerzas sociales vivir y actuar. 
Este trabajo no está basado en los recuerdos personales de su autor. El hecho de que éste participara en los acontecimientos no lo exime del deber de basar su estudio en documentos rigurosamente comprobados. El autor habla de sí mismo allí donde la marcha de los acontecimientos lo obliga a hacerlo, pero siempre en tercera persona. Y no por razones de estilo simplemente, sino porque el tono subjetivo que en las autobiografías y en las memorias es inevitable sería inadmisible en un trabajo de índole histórica.
Sin embargo, la circunstancia de haber intervenido en persona en la lucha permite al autor, naturalmente, penetrar mejor, no solo en la psicología de las fuerzas actuantes, las individuales y las colectivas, sino también en la concatenación interna de los acontecimientos. Mas para que esta ventaja dé resultados positivos, precisa observar una condición, a saber: no fiarse de los datos de la propia memoria, y esto no solo en los detalles, sino también en lo que respecta a los motivos y a los estados de espíritu. El autor cree haber guardado este requisito en cuanto de él dependía. 
Todavía hemos de decir dos palabras acerca de la posición política del autor, que, en función de historiador, sigue adoptando el mismo punto de vista que adoptaba en función de militante ante los acontecimientos que relata. El lector no está obligado, naturalmente, a compartir las opiniones políticas del autor, que este, por su parte, no tiene tampoco por qué ocultar. Pero sí tiene derecho a exigir de un trabajo histórico que no sea la apología de una posición política determinada, sino una exposición, internamente razonada, del proceso real y verdadero de la revolución. Un trabajo histórico solo cumple del todo con su misión cuando en sus páginas los acontecimientos se desarrollan con toda la fuerza de su naturalidad. 
¿Más tiene esto algo que ver con la que llaman “imparcialidad” histórica? Nadie nos ha explicado todavía con claridad en qué consiste esa imparcialidad. El tan citado dicho de Clemenceau de que las revoluciones hay que tomarlas “en bloc”, como un todo, es, en el mejor de los casos, un ingenioso subterfugio: ¿cómo es posible tomar como un todo orgánico aquello que tiene su esencia en la escisión? Ese aforismo se lo dicta a Clemenceau, por una parte, la perplejidad producida en este por el excesivo arrojo de sus antepasados, y, por otra, la confusión en que se halla el descendiente ante sus sombras. 
Uno de los historiadores reaccionarios y, por tanto, más de moda en la Francia contemporánea, L. Madelein, que ha calumniado con palabras tan elegantes a la Gran Revolución, que vale tanto como decir a la progenitora de la nación francesa, afirma que “el historiador debe colocarse en lo alto de las murallas de la ciudad sitiada, abrazando con su mirada a sitiados y sitiadores”; es, según él, la única manera de conseguir una “justicia conmutativa”. Sin embargo, los trabajos de este historiador demuestran que, si él se subió a lo alto de las murallas que separan a los dos bandos, fue, pura y simplemente, para servir de espía a la reacción. Y menos mal que en este caso se trata de batallas pasadas, pues en épocas de revolución es un poco peligroso asomar la cabeza sobre las murallas. Claro está que, en los momentos peligrosos, estos sacerdotes de la “justicia conmutativa” suelen quedarse sentados en casa esperando ver hacia qué parte se inclina la victoria.

León Trotsky. Con soldados del Ejército Rojo

El lector serio y crítico no necesita de esa solapada imparcialidad que le brinda la copa de la conciliación llena de restos de veneno reaccionario, sino de la metódica escrupulosidad, que por sus simpatías y antipatías –abiertas y no disfrazadas– busca apoyo en un honesto estudio de los hechos, una determinación de sus conexiones reales, una exposición de las leyes causales de su movimiento. Esta es la única objetividad histórica que cabe, y con ella basta, pues se halla contrastada y confirmada, no por las buenas intenciones del historiador, de las que él mismo responde, sino por las leyes que rigen el proceso histórico y que él se limita a revelar. 
Para escribir este libro nos han servido de fuentes numerosas publicaciones periódicas, diarios y revistas, memorias, actas y otros materiales, en parte manuscritos y, principalmente, los trabajos editados por el Instituto para la Historia de la Revolución en Moscú y Leningrado. Nos ha parecido superfluo indicar en el texto las diversas fuentes, ya que con ello no haríamos más que estorbar la lectura. Entre las antologías de trabajos históricos hemos manejado muy en particular los dos tomos de los Apuntes para la Historia de la Revolución de Octubre (Moscú-Leningrado, 1927). Escritos por distintos autores, los trabajos monográficos que forman estos dos tomos no tienen todos el mismo valor, pero contienen, desde luego, abundante material de hechos. 
Cronológicamente nos guiamos en todas las fechas por el viejo calendario, rezagado en trece fechas, como se sabe, respecto del que regía en el resto del mundo y que hoy rige también en los soviets. El autor no tenía más remedio que atenerse al calendario que estaba en vigencia durante la revolución. Ningún trabajo le hubiera costado, naturalmente, trasponer las fechas según el cómputo moderno. Pero esta operación, eliminando unas dificultades, habría creado otras de mayor importancia. El derrumbamiento de la monarquía pasó a la historia con el nombre de Revolución de Febrero. Sin embargo, computando la fecha por el calendario occidental, ocurrió en marzo. La manifestación armada que se organizó contra la política imperialista del Gobierno Provisional figura en la historia con el nombre de “Jornadas de Abril”, siendo así que, según el cómputo europeo, tuvo lugar en mayo. Sin detenernos en otros acontecimientos y fechas intermedias, haremos notar, finalmente, que la Revolución de Octubre se produjo, según el calendario europeo, en noviembre. Como vemos, ni el propio calendario se puede librar del sello que estampan en él los acontecimientos de la Historia, y al historiador no le es dado corregir las fechas históricas con ayuda de simples operaciones aritméticas. Tenga en cuenta el lector que antes de derrocar el calendario bizantino, la revolución hubo de derrocar las instituciones que a él se aferraban.

L. Trotsky 
Prinkipo



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