El recurso de la teoría marxista volvió a ser referencia del análisis sobre el capitalismo, la acumulación del capital, las crisis y la desigualdad social. La lectura de la obra de Marx se ha renovado, guardando distancia de la visión única promovida por los gobiernos del socialismo real, e incorporando nuevas interrogantes y perspectivas de estudio a partir de la actual realidad globalizada del capital, de las instancias supranacionales que asociadas a los Estados nacionales crean las condiciones para la reproducción del capital, del consumismo exacerbado, así como del comportamiento individualizado de los agentes económicos, por una parte, pero por otra de los graves problemas vinculados a la pobreza generalizada de la población, la desigualdad e injusticia, y los desequilibrios ambientales.
Años atrás se había insistido en la
necesidad de trascender la idea de una teoría única, tanto del proceso de
acumulación del capital como del papel del Estado. Jessop argumentó que el
desarrollo de «…una teoría del Estado completamente
determinada, debe ser rechazada. (Ya que no es posible) …que una sola teoría
pueda comprender la totalidad de sus determinaciones sin recurrir al
reduccionismo de un tipo u otro.» (Jessop, 1982:
211) Por lo contrario, este análisis de las sociedades capitalistas, propone el
mismo autor:
« …(a) se basa en las
cualidades específicas del capitalismo como modo de producción y también
permite los efectos de la articulación del CMP (capitalist mode of production) con otras relaciones del trabajo
social y/o privado, (b) atribuye un papel central en el proceso de acumulación
de capital a la interacción entre las fuerzas de clase, (c) establece las
relaciones entre las características políticas y económicas de la sociedad sin
reducirse una a la otra o tratándolos como totalmente independientes y
autónomos, (d) permite diferencias históricas y nacionales en las formas y
funciones del Estado en las formaciones sociales capitalistas, y (e) permite no
solo la influencia de las fuerzas de clase arraigadas y/o relevante para las
relaciones de producción no capitalistas pero también para las fuerzas no
clasistas.» (Jessop, 1982: 221)
Durante el siglo XX se presentaron dos puntos de inflexión en los que dos crisis del sistema replantearon la estrategia de acumulación de capital y pusieron a discusión el papel del Estado y su administración como partes fundamentales de los caminos trazados en su momento.
El crack del año 1929 reclamó la presencia estatal más allá de su papel como Estado benefactor; adicionó a sus tareas las de un agente económico capaz de reactivar, mediante el gasto público, la demanda agregada e infundir dinamismo al resto de componentes del sistema económico. Más adelante, el Estado asumió funciones de una instancia directora del desarrollo, proponiendo cambios al andamiaje institucional y a la organización del aparato gubernamental para hacer posible este dirigismo desarrollista.
La propuesta Keynesiana permitió dar aliento a la acumulación capitalista mediante una activa presencia del Estado en la vida económica, como empresario y entidad dirigista del desarrollo. Los ajustes institucionales promovieron la figura estatal como rector de la vida económica, el diseño de sistemas de planeación y programación de las actividades económicas, el crecimiento del aparato estatal en áreas estratégicas para el desarrollo y de la administración pública paraestatal.
El segundo momento se presentó con la crisis de acumulación de la década de los setenta. Esta crisis incorporó, de manera simultánea, elementos inéditos que no se observaron en el colapso de 1929: al estancamiento económico se sumaron una inflación galopante, el alza de los precios del petróleo y un profundo endeudamiento interno y externo de los gobiernos. El tratamiento que se dio a esta emergencia fue la aplicación de una renovada retórica liberal, mediante medidas de economía neoclásica. El neoliberalismo se asumió «…como un proyecto utópico con la finalidad de realizar un diseño teórico para la reorganización del capitalismo internacional, o bien como un proyecto político para restablecer las condiciones para la acumulación del capital y restaurar el poder de las elites económicas.» (Harvey, 2007: 24)
El proyecto neoliberal permitió, de nuevo, revitalizar la dinámica capitalista, mediante el desmantelamiento del aparato estatal, su retracción de la actividad económica, el impulso del fenómeno globalizador de la economía, con una acelerada tendencia a la concentración de la riqueza y la ampliación de la desigualdad social. Las reformas estructurales se sumaron a los ajustes institucionales que permitieron los procesos de privatización, desregulación y descentralización.
Sin embargo, el desencanto y preocupación por los magros resultados del programa neoliberal, particularmente después de la crisis de 2008, han llevado a la consulta de los argumentos marxistas centrados en un humanismo comprometido socialmente colocado por encima del egoísmo individualista que mueve la acumulación del capital. Los problemas del capitalismo contemporáneo, apunta Streeck, resultan de la presencia de los tres jinetes apocalípticos que lo caracterizan «-estancamiento, deuda, desigualdad– (los cuales) siguen devastando el panorama económico y político» (Streeck,2017: 33), y que, en las sociedades menos desarrolladas producen estragos asociados a las graves condiciones de vida en de amplios segmentos de la población en pobreza y extrema pobreza.
Conclusión
En 1844 Marx definió al Estado como la «organización de la sociedad», en tanto que la administración pública es la «actividad organizadora del Estado» (Marx, 1980: 257). El reflejo de esa actividad se manifiesta en la atención, de los males y dolencias sociales. Señalaba que más allá lamentarse en las insuficiencias de la acción administrativa y de plantearse reformas que dieran vialidad a soluciones temporales de tales dolencias, el interés habría de ser puesto en la esencia del mismo Estado y su papel ante una sociedad marcada por la contradicción, la que a su vez está presente en la existencia del Estado. La solución a las dolencias sociales se encuentra en el cambio de las condiciones de vida de la población, buscando erradicar el pauperismo y haciendo posible la transformación del sistema capitalista.
Las
condiciones de la vida social han cambiado en el siglo XXI. Pero las
contradicciones y la desigualdad siguen presentes. El sistema capitalista ha
evolucionado, pero su esencia se mantiene.
Las
crisis recurrentes, la pobreza recrudecida por la desigualdad y las crisis, y
los conflictos en el ámbito político resultado del fracaso de los principios e
instituciones democráticos, han resquebrajado el modelo neoliberal. En este
contexto, se demanda otra redefinición de Estado capaz de atender las demandas
de un mundo globalizado y de una realidad inmediata concreta y contradictoria.
En un ambiente globalizado y
regionalizado han cobrado relevancia las empresas y bancos transnacionales,
actuando de manera preminente en la reproducción y acumulación de capital, en
la definición de la dinámica de los mercados internacionales e, incluso en las
políticas que emprenden los gobiernos nacionales en su incorporación
participación en el concierto mundial. Esto conlleva, siguiendo a Jessop (2008:
263-264) a un reposicionamiento del Estado nacional, participando políticamente
y con sus políticas de gobierno en la reestructuración de la estrategia del
desarrollo del país respectivo, del marco institucional que le permita participar
competitivamente en el mercado internacional; incluso, en este proceso el
Estado y la administración pública redefinen su perfil, pasando de ser un
Estado activo como empresario, dirigista y de bienestar a una institución de
carácter posnacional, internacionalizado
y localizado regionalmente en el mundo.
El modo de producción capitalista se define por la contradicción social, entre poseedores y no poseedores. Estas contradicciones lo someten a tensiones e inestabilidad permanentes: «Las tensiones y contradicciones presentes en la configuración político-económica capitalista propician como un resultado siempre posible la quiebra estructural y la crisis social del sistema.» (Streeck, 2017: 16) En estas condiciones, el Estado y las instancias gubernamentales intervienen para administrar los conflictos sociales de clase, y procurar la estabilidad económica y social.
Como estrategia de desarrollo seguida
en los últimos 40 años, el neoliberalismo «…no ha sido muy efectiva a la hora de
revitalizar la acumulación global de capital, pero ha logrado de manera muy
satisfactoria restaurar o, en algunos casos (como en Rusia o en China), crear
el poder de una elite económica.» (Harvey, 2007: 26) Sus resultados registran
una alta concentración de la riqueza en pocas manos, en detrimento del grueso
de la población que se han empobrecido agudamente y un deterioro del medio
ambiente cuyos recursos han sido explotados indiscriminadamente. Como
consecuencia, esto ha llevado, como lo expresó Chomsky, a que:
«La gente
se percibe menos representada y lleva una vida precaria con trabajos cada vez
peores. El resultado es una mezcla de enfado, miedo y escapismo. Ya no se
confía ni en los mismos hechos. (…) La desilusión con las estructuras
institucionales ha conducido a un punto donde la gente ya no cree en los
hechos. Si no confías en nadie, por qué tienes que confiar en los hechos. Si
nadie hace nada por mí, por qué he de creer en nadie. El neoliberalismo existe,
pero solo para los pobres. El mercado libre es para
ellos, no para nosotros. Esa es la historia del capitalismo. Las grandes
corporaciones han emprendido la lucha de clases, son auténticos marxistas, pero
con los valores invertidos. Los principios del libre mercado son estupendos
para aplicárselos a los pobres, pero a los muy ricos se los protege.» (Martínez Ahrens, EL PAÍS: 2018/03/06)
El futuro que ofrece el capitalismo es incierto e inseguro. Lo cierto es que las crisis y los ajustes que se implementan para controlarlas y reactivar el ciclo económico buscan establecer nuevos derroteros para concretar y acrecentar la ganancia de la clase dominante, sin preocupación por el resto de la población. Se está en la disyuntiva de considerar, como dice Holloway (2011: 277), que «La dialéctica es abierta, negativa, llena de peligros. La hora es oscura, pero puede estar precediendo a otra más oscura aún, y el amanecer puede no llegar nunca.» O bien, por el otro lado, creer que se puede cambiar para mejorar el mundo mediante un pensamiento y acción de tradición humanista, distintos a los del humanismo liberal burgués. Un humanismo que:
«Rechaza la idea de que haya una
«esencia» inamovible o predeterminada de lo que significa ser humano y nos
obliga a pensar en profundidad sobre cómo convertirnos en un nuevo tipo de ser
humano. Unifica el Marx de El capital con el de los Manuscritos económicos y filosóficos de
1844 y dispara al corazón de las contradicciones que cualquier programa
humanista debe estar dispuesto a aceptar si quiere cambiar el mundo. Reconoce
claramente que las perspectivas de un futuro feliz para la mayoría siempre se
frustran por la inevitabilidad de ordenar la infelicidad de algunos otros. Una
oligarquía financiera desposeída, que ya no puede disfrutar de sus almuerzos de
caviar y champagne en sus yates amarrados en las Bahamas, se quejará sin duda
de su destino y de la disminución de su fortuna en un mundo más igualitario.
Como buenos humanistas liberales podemos incluso sentirlo un poco por ellos.
Los humanistas revolucionarios se endurecen contra esa forma de pensar. Aunque
podamos no aprobar este método implacable de tratar tales contradicciones,
tenemos que reconocer la honradez fundamental y la concienciación de sus
practicantes.» (Harvey,
2014: 277-278)
Referencias
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Streeck, Wolfgang. 2017. ¿Cómo terminará el capitalismo? Ensayos sobre un sistema en decadencia. Madrid: Traficantes de sueños.
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