Hermosillo Sonora, Julio 29 de 2013.
Introducción
Tomando como referente las reflexiones de José
Pijoán acerca de los mitos prehistóricos
de la península ibérica expuestos por Alfonso X, El Sabio, en el siglo
XIII, se ha estructurado este trabajo cuyo propósito es reflexionar acerca del
arte prehistórico, en particular el relativo a las expresiones pictóricas
plasmadas en cuevas y abrigos, el llamado arte parietal.
¿Por qué dejar esta impronta en la
roca?, ¿cuál es la pretensión de estos artistas del paleolítico?, ¿qué
importancia tiene para la historia de la humanidad y la historia del arte este
tipo de representaciones?
El texto se estructura recreando el
relato los encuentros entre dos hombres de ese tiempo, Rocas y Peintre. El
escenario de estos encuentros es la cueva de Chauvet, en Francia. Cada momento,
al igual que la historia de Alfonso El Sabio, representa un periodo de la
humanidad. La intención es recrear el sentido que asume del arte parietal,
primero como arte naturalista, luego como arte que refleja un mundo mágico y,
posteriormente, con su desarrollo y el de las mismas relaciones sociales, como
un arte más elaborado tanto en forma como en significados vinculados a
creencias y ritos.
Se asume en este documento la idea de
que el arte es un producto del ser humano; que su origen resulta de la misma
evolución humana y de condiciones materiales determinadas; que su creación
implica el desarrollo del cerebro humano, de la práctica repetida y
perfeccionada de dicha manifestación, así como de diversos factores
contextuales de tipo social.
Primer
encuentro
Rocas había caminado todo el día. Se acercaba el
atardecer y una fina llovizna caía incesante desde unas horas antes. De repente
se detuvo para mirar el impresionante escenario que cerraba su paso. En medio
de aquel río se levantaba un arco de piedra -Pont-d'Arc-
y a su lado se elevaba un sinuoso
conjunto montañoso. De seguro –pensó- de entre las oquedades que a la distancia
podía ver habría una en donde podría cobijarse esa noche; de esta manera podría
guarecerse de la lluvia y, tal vez, encontrar algunos frutos o un pequeño
animal que pudiera servirle de alimento.
Auxiliado con una tea, se asomó con
cautela a la cámara de la cueva. Parecía un lugar seguro. Poco a poco se
adentró y para su sorpresa se dio cuenta de que aquel lugar se extendía mucho
más allá de lo que la luz le permitía ver. Caminó observando con cuidado por
donde pisaba; de repente se paró en seco. Ante sí, una gran piedra de forma
esférica se erguía pesada, solemne. Desde el lugar donde estaba podía
distinguir círculos rojos que tapizaban el cuerpo de aquella piedra. Al
acercarse se percató que se trataba de la huella de múltiples manos, como si
fuera el recuerdo de alguien que había dejado su sello personal en una forma
armónica y ordenada.
Se dio cuenta que esta estancia era el
principio de un pasillo que, por la oscuridad de la gruta, parecía
interminable. Siguió avanzando. Una gran sala con leños y huesos regados por el
suelo daban idea de que era el recinto de animales salvajes, probablemente osos.
Repentinamente, la luz de la antorcha iluminó la pared de la cueva, unas líneas
ocres dibujaban el perfil de un animal conocido para Rocas; lo había visto con
su cuerpo pesado, blindado por una gruesa piel y con aquellas dos puntas que
brotaban de su cabeza, una debajo de la otra que lo hacían ver más amenazador.
Sin duda, era el dibujo inacabado de un rinoceronte.
En el momento en que se acercaba al
dibujo tan finamente trazado, los ruidos provenientes del fondo del pasillo lo pusieron
en alerta. Aguzando la mirada percibió el reflejo de luces. Tomó del suelo uno
de los leños a su paso y avanzó con sigilo. Fue sorprendido por una escena que
no había visto antes. Dos adultos, una mujer y un hombre, eran acompañados por
un niño. El hombre se ocupaba de algo en la pared de la gruta; ella acariciaba
la cabeza del niño quien se entretenía con huesos y cortezas de árbol que
tenían trazadas imágenes de animales, en particular sobresalían los dibujos de
rinocerontes y caballos.
Sorprendido, el grupo familiar empezó a
gritar, aventando todo tipo de objetos al visitante buscaban protegerse de la
amenaza latente que significaba el extraño. Rocas retrocedió, con señas pedía
calma. Pasó el tiempo, ya no hizo el esfuerzo por acercarse al fuego. Desde un rincón
de aquella oscura cueva esperó, luego lanzó al niño y a la mujer algunos frutos
que llevaba consigo. Era un signo de que su presencia no representaba peligro. Varias
horas después, el cansancio y el comprobar que el visitante se mostraba sereno,
fue generando un ambiente de tranquilidad en aquel socavón. Fue el niño quien
rompió la tensión; habiendo comido el fruto que le envió Rocas, a su vez, le
lanzó el hueso con el que jugaba. Rocas observó con cuidado el detalle con el
que se había trazado el perfil de un megalocero en aquel hueso que
probablemente procedía del cuerpo de aquel animal que daba motivo al dibujo.
Con señas y expresiones guturales, Rocas
trató de explicar su presencia en la cueva; comentó a sus sorprendidos
anfitriones de la tierra helada de donde procedía, que en su caminar el avanzado
atardecer lo obligó a buscar aquel refugio, y que temprano continuaría para
lugares más al sur. La mujer acercó consigo al niño y pronto, ambos, quedaron
dormidos. Los dos hombres siguieron mirándose en silencio por un rato. Con una
mueca de agradecimiento Rocas dio media vuelta y cerró los ojos. Momentos
después, el hombre hizo lo mismo.
En la penumbra de la cueva, Rocas se
encaminó con sigilo hacia la boca de la cueva. Ya descansado prosiguió su
camino. Pensaba en su futuro en aquellas tierras a las que se dirigía. La
familia aún dormía. Junto al niño, Rocas había dejado como muestra de
agradecimiento el collar que por muchos años había colgado de su cuello.
Segundo
encuentro
Rocas pasó mucho tiempo en aquella cueva de Toledo,
hasta que tuvo que enfrentar a Tarsos quien lo venció y obligó a dejar su
morada. Su fama de adivinador le ganó el respeto de Tarsos, quien lo invitó a
vivir con él, incluso le ofreció en matrimonio a su hija.
Habiendo formado una familia, Rocas, en
varias ocasiones, intentó volver y recluirse en la cueva donde había desarrollado
el don de la magia, la visión del futuro y otras virtudes nigrománticas. Pero
ya no le fue posible. Sin embargo, con sus hijos crecidos, un día decidió hacer
un último viaje en solitario, como lo acostumbraba desde joven, con el fin de
descubrir explicaciones que le permitieran conciliar la placidez de su vida
actual, su futuro y el mundo infinito de cosas aun desconocidas e inexplicables
que de seguro había en aquel lugar al que iban las almas de quienes abandonaban
su cuerpo al morir. El camino que tomó lo llevaba en dirección a las grandes
montañas del norte, donde el clima gélido lo remontaba a tiempos pasados.
Parecía una recaída en el primitivismo.
De nuevo las inclemencias del clima. Las grutas le servían de refugio y lugar
para la reflexión. Pensaba que en todos aquellos años su conocimiento se había
enriquecido, pero aun así siempre había nuevas preguntas que contestarse. Una
en particular se repetía en su cabeza, especialmente cuando cerraba sus ojos
para dormir: si cierro los ojos y ya no despierto, ¿qué encontraré en la morada
oscura?
Se agachó lentamente para beber un poco
de agua. Consideró conveniente pernoctar en aquel paraje. Pero tenía que
encontrar un espacio seguro. Caminó unos pasos y entonces, de nuevo, la vieja
gran piedra arqueada se le presentaba. Sabía que el ascenso le costaría más por
los años que llevaba consigo, pero si llegaba a alguna de las cuevas de aquella
montaña podría contar con un lugar donde descansar aquella noche… y
reflexionar.
Otra vez, los puntos rojos, luego el
gran pasillo, era la misma cueva, pero la galería era más rica en la fauna allí
representada por, tal vez, aquel pintor, que acompañado de su familia, le dio
cobijo cuando joven. Un búho, leones negros, gran cantidad de ciervos,
caballos, muchos caballos, sin embargo el ambiente se sentía distinto. Los
huesos se apilaban junto a las paredes y alrededor de montículos formados con
piedras colocadas unas sobre otras con, al parecer cierto orden, como si su
posición tuviese algún sentido para quien así las habían puesto. Rinocerontes,
osos, más leones… ¿sería su viejo conocido el autor de estos paneles? Muchos de
los animales parecían ser fruto de la misma mano y de la misma mente
concentrada en reflejar aquella maravillosa porción de la naturaleza.
El olor de hierbas aromáticas se sintió
en el ambiente. También se quemaba incienso, el mismo que en innumerables
ocasiones había usado para concentrarse, para ensimismarse, en su cueva de
Toledo. Con cautela se acercó a la última sala de la caverna. Con gran asombro
vio como un numeroso grupo de hombres con el cuerpo pintado y en trance hacían
contorsiones y lanzaban invocaciones; en el centro de ellos un hombre de gran
talla miraba hacia lo alto del techo con los brazos levantados, parecía que
rezaba.
Rocas pudo acercarse más, pero su
presencia fue advertida por el líder que presidía el ritual. Se acercó a Rocas,
quien con horror pudo distinguir al ser que tenía ante él: sí, era un hombre
imponente, pero su cabeza era la de un animal, la de un bisonte. Todo se
oscureció, Rocas sólo sintió aquel inmenso dolor en la sien.
Al abrir los ojos, Rocas sintió como una
vieja mujer untaba algo seboso en su cabeza. Luego, la mujer le dio a beber una
infusión que le dio calma y olvido a su dolor. Las paredes estaban llenas de
líneas y colores, como si una parte del mundo exterior hubiera sido
trasplantado a ese lugar tan encerrado. Cerca de allí, vio como un hombre con
cabello y barbas blancas daba los toques finales a una nueva obra pictórica. Esta
tenía rasgos singulares que la distinguían. No estaba ni en el techo ni en las
paredes de la cueva. Con colores ocres, negro y blanco, en una estalactita que
pendía del techo, el hábil pintor había plasmado lo que, sin duda, era el
órgano sexual de la mujer expuesto de manera natural; tanto el tema como el
diseño eran totalmente diferentes del resto; el sexo femenino era custodiado
por un león y, para su sorpresa, por el mismo ente que guiaba la ceremonia de
la noche anterior.
El viejo pintor se acercó a Rocas. Con
una leve sonrisa se presentó como Peintre, el pintor de la tribu, y su mujer
era la custodio del lugar; sólo ella y ninguna otra mujer tenía autorizada su
presencia en aquel centro ceremonial. Peintre le explicó a Rocas que tal
derecho se lo daba el ser la madre del sacerdote tribal.
Rocas observó la cabeza de bisonte
colocada cuidadosamente en una especie de nicho formado en la misma piedra. En
eso momento sintió en su hombro derecho una suave palmada a manera de saludo.
Al voltear, por la complexión, identificó en el hombre que lo saludaba al mismo
que presidía la ceremonia nocturna. Recibió de él un fruto para que lo comiera.
Luego, tranquilamente, el hombre se desprendió de uno de sus collares y se lo
dio a Rocas. Éste comprendió, entonces, que estaba de nuevo en el mismo lugar y
con la misma familia que muchos años atrás había conocido.
Sorcier, el hechicero, dio inicio a una
larga plática con Rocas. El arte de su padre ahora tenía un mayor sentido, ya
no solo servía para recordar la relación de los hombres con la naturaleza, ahora
también les explicaba el origen de la vida, de los medios que comunican
con la gran alma, de cómo todos y cada
uno formamos parte de esa alma, y del deber y necesidad de preservar la
naturaleza, la comunidad, pero sobre todo, el vínculo con la fuerza creadora y
sustentadora de vida.
Rocas escuchó, aprendió y comprendió.
Luego asistió a los ceremoniales. Su estancia en Chauvet fue por muchos años.
Luego volvió a Toledo, ya no a la cueva, sino al castillo que había sido
construido sobre ella. Siendo muy viejo, murió en ese lugar, convencido de que
no iría a la morada oscura sino que, por su actuar terrenal, tenía asegurado un
lugar cercano al Creador.
Habiendo muerto su mujer y su hijo, el
anciano Peintre abandonó la cueva; el convivir con otros hombres y vivir en
otros lugares dio un sentido diferente a lo que restaba de su existencia. Su
arte fue expuesto en lugares abiertos, tanto en muros como en otros soportes
como maderas, pieles, piedras, incluso en metales.
Punto de reflexión
Ernest H. Gombrich escribió: “No sabemos cómo empezó el arte, del
mismo modo que ignoramos cuál fue el comienzo del lenguaje” (La Historia del Arte, 2001). A lo
que podríamos agregar: sin embargo, lo que sí sabemos es que ambos, arte y
lenguaje, son fundamentales en la historia de la humanidad, en tanto que
reflejan la condición humana y representan dos factores que históricamente
marcan su desarrollo como género. El arte tiene su origen en la necesidad del
hombre por comunicarse y transmitir a otros su forma de ver el mundo
circundante, de cómo lo percibe, siente y comprende; incluso, surge cuando
trata de copiar a la naturaleza tan rica y diversa, la cual, a cada momento, se
le manifiesta de mil formas.
Si
consideramos que el arte es una forma de comunicación social, se puede decir
que el arte implica un lenguaje mediante el cual se vinculan los hombres. El arte
forma parte de la cultura de una sociedad. Diversos testimonios artísticos
permiten conocer las formas de vida de los grupos sociales a través del tiempo.
De esta manera, el arte puede ser estudiado por periodos, revisándose las obras
y expresiones que nos hablan de las tendencias artísticas de cada época y en
cada país, de los rasgos personales de sus artistas y sus obras, así como el
contenido y simbología expresada en dicha obra, el cual da referencia de ese
tiempo.
El
arte ha estado presente en la vida del hombre; como forma de expresión y
comunicación facilitaba la explicación de su relación con la naturaleza y dota
de imágenes explicativas de aquellos fenómenos fuera de su comprensión. Los
mitos y creencias fueron personificados en imágenes pictóricas, tótems,
esculturas y otras formas de arte. Igualmente, testimonios de otras actividades
humanas han sido representadas por el arte, constituyéndose así en una forma de
conservar la memoria de épocas pasadas y fuente para comprender las relaciones
sociales pasadas y presentes.